“Lizardo San Julián puso llave a su taller naval, ubicado al fondo del último recodo de la ría de Viavélez. No supo por qué, pero le pareció que al poner llave cerraba una etapa de su vida. Las noticias no eran buenas. Los pescadores, sus mejores clientes, pagaban tarde y mal, no por falta de voluntad, sino de dinero. Cuando reclamaba el pago imperativamente, por ejemplo, no aceptaba una reparación hasta que se saldase la deuda, al menos en parte, se iban con sus reparaciones a un astillero gallego.
La experiencia republicana se había cerrado sin que hubiese ofrecido algo mejor que la monarquía. Para colmo de males Fermín, su eficiente carpintero de ribera y mano derecha lo había sorprendido con su renuncia y la noticia de que se iba a América.
Iba trepando la cuesta rumbo a su hogar mientras rumiaba las malas noticias. Por lo demás no podía quejarse, Lucinda le había hecho el don de una hija bella como un sol, Magdalena Guadalupe. Su matrimonio iba viento en popa, pero el entorno no era prometedor. Hasta ahora se había arreglado, pero si seguía esta situación de inestabilidad, que venía de tan lejos como podía acordarse, el futuro parecía demasiado incierto.
Casi llegando al fin del trayecto se sorprendió pensando lo cómodo que sería tener un mulo para repechar estas cuestas viavelecinas. Dónde tenerlo durante las horas de trabajo y de sueño, lo que costaría adquirirlo y mantenerlo no era una cuestión baladí. Pero, decidió, lo más grave sería el ridículo. Cuando decidía que lo del mulo era una tontería llegó, jadeando, a su casa, al abrir la puerta, encontró a Lucinda de platique con un caballero que le resultó conocido.
Poco tardó en reconocerlo. Se trataba de don Carlos Casado del Alisal, el famoso indiano, rico como un Creso, el hombre que había tocado con una varita de oro una región grande como un país. Se habían conocido años antes en Bilbao, donde Lizardo estudiaba simultáneamente dos carreras: piloto de la marina mercante y construcción naval.
Don Carlos, Lizardo lo sabía, no era hombre de perder tiempo. Había cruzado el Atlántico, toda España, desde Cádiz hasta Palencia, luego Oviedo, y desde la capital provincial hasta Viavélez, para formularle una propuesta y no tardó en formularla: quería que Lizardo fuese con él a Rosario (tendría que fijarse en un mapa dónde quedaba ese villorrio con pujos de ciudad portuaria) para instalar, ¡nada menos!, un astillero.
Don Carlos tenía todas las respuestas para las objeciones que presentaba Lizardo. De los gastos de traslado se encargaba la compañía argentina. Las deudas de los pescadores y otros clientes de Lizardo eran compradas por Casado del Alisal. Lizardo tenía como ayudante a su hermano Francisco, la respuesta fue una alternativa: se quedaba Francisco a cargo del taller naval en Viavélez, o ambos hermanos viajaban a América. Que no puede uno irse así, erradicarse de un día para América, interpuso Lizardo; pues que tienes un año de tiempo para llegar a Rosario, respondió don Carlos. Lizardo buscó la mirada de Lucinda y comprobó que don Carlos ya la había convencido.
Sólo por no aparecer aceptando la oferta sin hesitación quedó en dar la respuesta al día siguiente, en Navia donde se hospedaba Casado del Alisal. Pero en su interior se sentía convencido y aliviado. La Navidad de 1884 sería distinta, sin preocupaciones de dinero, pero obviamente, con las ansiedades de la erradicación y las angustias de todo inmigrante.
Desde la visita de Carlos Casado la vida de Lisardo y Lucinda entró en un torbellino de preparativos, ansiedades y esperanzas. Y de tristeza para Saturna, la madre de Lucinda, que veía la América como un monstruo que se traga la gente y nunca las devuelve, “y una se muere sin volver a verlos”. Evidente era que tanto como la partida de su hija padecía por la partida de su Magdalena, su nietecita.
Llegó el día de la partida, en un buque de cabotaje hasta Vigo, para allí embarcar en un paquete hasta Buenos Aires, todavía no sabían cómo llegarían a Rosario. El 21 de julio de 1885 toda la aldea estaba en el muelle de Viavélez para despedir a Lucinda, Lisardo y la pequeña Magdalena, quien comenzaba con sus pininos.
Estaban todos, los Pérez de Arancedo incluyendo a Eugenio, padre de Lucinda, los Villa de Moros, los Arango, los Vásquez Castrillón, los Villa Mar, los Prieto Pasarón, los Tineo y Paredes, y tantos otros que las lágrimas impedían ver con claridad. Pero faltaba alguien, la madre de Lucinda. Saturna no fue al muelle; se instaló en el promontorio que domina la entrada de la ría, muy cerca de la casa solariega de los Pérez de Arancedo. Allí permaneció mientras el buque que llevaba sus seres queridos se iba achicando hasta que se perdió detrás del horizonte. Y allí se quedó hasta que cayó la noche y sólo entonces, arrastrada por su amigos y familiares, volvió a su casa donde permaneció tres días con sus noches, llorando y maldiciendo a la América que se tragaba a los hijos de Viavélez, sin devolverlos jamás.
Todavía vive en Viavélez la leyenda de esa despedida.
Conmovida por la visión de su madre, plantada en el mogote de la entrada, Lucinda permaneció largo rato en toldilla con Magdalena en brazos. Cuando el frío del viento boreal se hizo insoportable buscó la mano de Lizardo y se refugió cubiertas abajo.
Al día siguiente Lucinda se decidió a enfrentar el futuro. Comenzó por reconocer la verdad de un comentario que escuchara, al pasar, en boca de un pescador: “los que no se adentran mar afuera no conocen la mar”.
Hasta este viaje ella creía que la vida en alta mar era monótona, ahora sabía que no lo era. Que la mar ofrecía un panorama sin cambios, erróneo la mar era distinta a cada instante. Que todos los puertos se parecían, falso; Viavélez que le había parecido un mundo, revelaba su pequeñez frente a Vigo, El Ferrol, Santa Cruz de Tenerife, los brasileños de Recife, Bahía y Río de Janeiro.
Todavía en sus retinas, en su pituitaria y en sus oídos persistían las impresiones de la magia de San Salvador de Bahía y el esplendor tropical de Río de Janeiro, cuando al llegar al Río de la Plata presenció un fenómeno para ella inusual. Parecía una costa baja que el navío iba a embestir, pero al estar sobre ella comprobó que era una franja en la superficie ¿del océano, del río? en la que se mezclaban las claras aguas del mar con las aguas más oscuras del Río de la Plata. Más adelante, quizá una legua marina más allá, la franja desapareció y entraron en el Mar Dulce. El agua cobró un color marrón persistente que, lo comprobó días más tarde, era el mismo del Paraná.
Luego y hasta Montevideo el milagro de navegar por un río sin alcanza a divisar las márgenes. El cerro que domina la capital uruguaya le llamó la atención, por ser la única elevación en parajes llanos como no había visto otros. Como le explicó Lizardo, comenzaban a ver las famosas Pampas.
Buenos Aires fue más de lo mismo, con dos diferencias: no tiene cerro y carece de muelle suficientemente profundo, así que debieron desembarcar mediante unos carromatos de enormes ruedas.
Tras unos días de cuarentena en Buenos Aires, Lizardo consiguió lugar en un vapor hasta el Rosario, lo que les ahorró varios días de diligencia. En los cuatro días de navegación el espectáculo del Delta del Paraná y el mismo y enorme río, borraron en Lizardo y Lucinda la impresión átona y monocorde del Río de la Plata. El Paraná los deslumbró con su vegetación opulenta, ora en altas barrancas, ora en costas bajas. Pero siempre pobladas por miríadas de aves, cuyos chillidos - en ocasiones - resultaban atronadores. Aparentes troncos se transformaban en cocodrilos (aquí los llaman yacarés). Desde el vapor los marineros cobraban peces enormes de sabrosa carne y raros nombres (pacú, patí, manduví, dorado) y otros más pequeños y muy sabrosos (pejerreyes y mojarras).
Rosario y una nueva vida…”.